Capítulo IV

Publicado el 15 de marzo, 2015

Uno o dos segundos de oscuridad total y un temible frío con origen en mis pies. Estoy despierto nuevamente y consciente que estoy en un hospital. Intento abrir los ojos pero lo mejor que pueden hacer es quedar abiertos a medias; mi visión totalmente desenfocada e incapaz de quedarse quieta. Logro identificar la silueta de un doctor, o un enfermero y, como puede, mi boca arrastra el enorme peso las palabras “Tengo frío”. Cierro los ojos nuevamente mientras siento que me cubren con una frazada pesada y que eventualmente será caliente también. Mis hombros me duelen pero logran cruzar mis brazos sobre mi pecho y aseguran con sus escasas fuerzas a la frazada.

Mis oídos perciben sonidos que deduzco son palabras de los presentes pero mi cerebro no puede procesarlas del todo. Logro entender perfectamente que alguien dice “Segundo accidente. Cualquiera lo tomaría como una segunda llamada.” Ante la claridad de las palabras, mi ceño se frunce y mis ojos llegan nuevamente a medio abiertos. Busco la fuente de dichas palabras que me parecen incluso burlescas y creo ver al fondo de la sala a otro doctor con su uniforme verde sentado sobre algo —una mesa—. A pesar de no poder enfocar bien la mirada, juro que le vi sonreír.

Mis ojos se cierran nuevamente.

Cerote.

***

Siempre sueño. Todo tipo de cosas pasan por mi cabeza mientras duermo y esta vez no es la excepción. Desafortunadamente, esta vez —como la mayoría del tiempo— no las recuerdo del todo. Solo quedan retazos que crean esa inquietud de querer recordar. A veces, queda alguna sonrisa o alegría espontánea y agradable que apacigua incluso esa necesidad de querer averiguar qué soñé.

Abro los ojos y ya no estoy en la sala de operaciones. Con esta, serían tres veces que he pasado por una sala de operaciones: Cuando me quitaron el apéndice, después del accidente con Karen y bueno, lo que creo ha sido un nuevo accidente. Hago memoria de lo último que recuerdo y pánico me acaricia el interior.

¿Volví a tener el mismísimo accidente? ¿En el mismo lugar?

Mi boca y garganta se secan. A mi izquierda está un oportuno pichel con agua y un vaso. Un intento fallido de alcanzarlo, gracias al enorme dolor que aparece de forma repentina en mi hombro derecho. Mi gemido —casi un lloriqueo— llama la atención de alguien pasando por la puerta frente a mi cama. Creo que es de mantenimiento por su vestimenta. Se acerca al marco de la puerta y me dice que espere, que llamará a una enfermera.

Mi preocupación regresa. El mismísimo accidente. El mismísimo accidente con una pequeña gran diferencia: Esta vez, el universo no tenía mucho qué llevarse. Esta vez iba solo en el carro y sobreviví. Como para ponerle una cerecita a esta broma, recibí el impacto directamente de mi lado y sobreviví. Una lágrima sale de ojo izquierdo. Una lágrima más a la colección infinita de llanto causado por el primer accidente. Por eso que pasó y que solo ahora, aquí, me atrevo a llamarlo por lo que fue. El dolor en mi hombro se olvida por un segundo de incomodarme y seco mis mejillas.

La enfermera entra y se sorprende quizá al verme tan despierto; me pregunta cómo me siento. Antes de contestarle, le pido agua. A penas logro tomarme la mitad del vaso mientras la otra mitad es derramada desde mi barbilla hasta la bata que visto. Al terminarme el agua le comento sobre mi relativo bienestar. Me hace un rápido chequeo general y luego coloca un termómetro en mi axila, mi cuerpo le responde con un pequeño estremecimiento y, mientras abandona la habitación, me dice que ya vendrá el doctor.

Con la cabeza un poco más despejada, hago un recuento de lo que recuerdo: Estaba en el semáforo de la Alameda Juan Pablo II y la que creo es la treinta y tres avenida norte —la mismísima intersección donde sufrí el accidente con Karen hace cuatro años—. Un bus se saltó el semáforo en rojo y me chocó pero esta vez del lado izquierdo, es decir, del lado del conductor. Por suerte —¿en serio? ¿fue realmente suerte?—, el busero alcanzó a esquivarme a penas y golpeó mi carro en la parte trasera; para mi mala suerte, el Geo Metro es un carro pequeño. Luego quedé aturdido y adolorido, momentos después llegó una ambulancia de la Cruz Verde y mientras me sacaban del vehículo, les dije a qué hospital llevarme. No tengo nada en contra del sistema de salud público ni me quejo de él en las veces que lo he usado, pero si estoy pagando seguro médico privado, pues debería sacarle provecho. Ya en la ambulancia, me dieron algo para el dolor que sentía en prácticamente todo mi cuerpo y que poco a poco estaba creciendo. Finalmente, me quedé dormido.

“Ajá, campeón. ¿Cómo estamos?” El doctor pregunta mientras entra a la habitación, apresurado. “Soy el Dr. Contreras. Rafael Contreras.” Detrás de él viene la enfermera de hace unos momentos, me retira el termómetro, anota la temperatura y luego se la dice al doctor. Treinta y siete punto cinco.

“Pues me siento bien doctor. Solo los dolores en los hombros y aquí en el costado. Como en las costillas.”

El doctor me hace otro chequeo general, igual de rápido que el de la enfermera. Hace presión en algunos lugares de mi cuerpo. Hace eso de la lámpara en mis ojos y luego una expresión de satisfacción. Le pide mi cuadro clínico a la enfermera y lo hojea. Lee rápidamente hoja por hoja, deteniéndose solo un par de veces para leer cuidadosamente. Del pie de la cama toma unas radiografías y las examina. De nuevo, esa expresión de satisfacción.

“Vaya, don Jonathan. Al solo salir de aquí, vaya a comprarse un número de la lotería...” Sonríe. Trato de devolverle la sonrisa por cortesía pero no le pongo mucho empeño… estoy lesionado y es comprensible el no estar de humor para bromas. “En buen salvadoreño, solo tiene unos buenos mallugones. Los que siente en los hombros fueron por el rebote, por así decirlo, que ocasionó el cinturón de seguridad. Y lo que siente en el costado es precisamente el efecto del cinturón de seguridad cuando evitó que saliera volando. Gracias a Dios, no se lastimó la cabeza ni nada más. No hay fracturas ni dislocaciones. Le daban bastante leche de chiquito.” Ríe. Esta vez, me remuerde un poco la consciencia y me esmero más por sonreír bien.

El doctor me dice que el accidente fue ayer. Miro hacia el reloj de la pared y me extraño de mí mismo por no haber notado el tiempo transcurrido. Eran las siete y veinte, de la mañana según me dice la enfermera. El doctor me explica que estaré ahí al menos el resto del día y que, si yo quiero, me puedo ir mañana por la mañana. Para ellos, mientras más tiempo me quede, mejor. Por último, el doctor me nombra los medicamentos bajo los cuales estaré hoy y a groso modo, sobre los de las siguientes semanas. Más que todo, analgésicos que me darán sueño. El doctor se retira despidiéndose amablemente y la enfermera me dice que ya volverá con mi desayuno y las medicinas que ya me tocan.

Me acomodo un poco en la cama. Sí es una broma del universo después de todo. Tal vez después, no sé cuando, me cause gracia. Hoy, ahorita, solo ha destapado esa herida en mi vida. La herida.

La enfermera regresa a la habitación. Se agacha y toma de debajo de la cama una mesita. La arma y coloca sobre mí. Sale de la habitación e inmediatamente entra con dos recipientes de comida y un vaso con jugo de naranja. Lo sirve sobre la mesita y aprovecho para preguntarle si de casualidad sabe si mi teléfono celular sobrevivió el accidente. Sonríe y me dice que sí. Camina alrededor de mi cama y de la gaveta de la mesa a mi izquierda saca mi teléfono. Le agradezco enormemente mientras me coloca dos pastillas junto a la comida. Se retira.

Notificación de batería baja: cuatro por ciento. Tres nuevos correos electrónicos y nada más. Con todo el dolor de mi hombro izquierdo me tomo una foto, una selfie. Se la envío a mi jefe indicándole en qué hospital estoy y que no podré ir a trabajar hoy. Luego, se la envío a mi papá y le pido que no se preocupe que solo han sido golpes. Pongo el teléfono a un lado y comienzo a desayunar.

Mi estómago ruge al ver —al oler— la comida. No me había percatado cuánta hambre tenía hasta que he terminado de devorar la comida. Me tomo las pastillas con el jugo. Siempre me ha costado tomarme pastillas, en especial si son grandes. Esta vez, no hubo rechazo por parte de mi garganta. Al dar el último sorbo de jugo, me doy cuenta a través del vaso, que alguien estaba viéndome por la puerta. Es la misma persona de mantenimiento de hace ratos. Me sonríe y se va.

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© Roberto Martínez, 2015