Capítulo I

Publicado el 15 de febrero, 2015

No sé si les ha pasado. Están medio despiertos y escuchan todo alrededor: el sonido de los pájaros, el motor de un carro pasando a lo lejos y, con mala suerte, un vecino escuchando rancheras a buena mañana. Pueden sentir la suavidad de su cama y la calidez de la sábana que les envuelve, convirtiéndonos en un burrito, muy pero muy mal amarrado. Incluso con los ojos cerrados, es posible ver ese tenue y tranquilo color del día… ni tan temprano ni tan tarde.

Todo va bien hasta que escucho la alerta de mensaje de mi teléfono. Ahora todo está lleno de inquietud. Todo es molesto. Hay cualquier cosa alrededor menos tranquilidad. Solo al pendejo de Jonathan se le ocurre meter clases los domingos a las seis y veinte de la mañana. De un brinco, salgo de la cama y casi tropiezo con la sábana enredada ya en mis pies. Busco el teléfono en la mesa del televisor, donde lo suelo dejar y... no, no está ahí.

Reviso todas las babosadas tiradas en el cuarto. Anoche específicamente tenía que venir y meterme de una vez a la cama. Y es que suelo ser bien ordenado —tengo un amigo, Roberto, que dice que soy así de ordenado porque soy zurdo—, pero anoche se me tuvo que ocurrir no dejar nada listo; como que si no tengo parcial en... ¿donde estás teléfono?... ni sé en cuánto tiempo. 

Luz tenue y tranquila… Ja! Comonó. Abro la cortina y veo claramente que ya son al menos las siete de la mañana. En tiempo récord, me pongo el mismo jeans que andaba ayer y mientras lo hago, lo siento más pesado de lo normal. ¡El teléfono!

Un número tres rojo está sobre el telefonito dentro de la pantalla y un número dos a la par del sobrecito. Mi cerebro ordena al pulgar a abrir los mensajes pues ahorita no me sirve de nada ver llamadas perdidas.

[6:31 a.m.]  CARLOS: Q ONDAS. YA VENÍS? NO HA VENIDO EL INGE TODAVÍA.

[6:53 a.m.] CARLOS: MAJE APURAT. LO VAMOS A HACER EN PAREJAS PERO SOLO ESTOY DE FOREVER ALONE.

Le contesto que llegaré en diez minutos y que se rebusque para que no le pongan a alguien más de pareja. Ya es demasiado tarde. Ni creo que  el ingeniero no me deje hacer el parcial. ¿Y si mejor sigo durmiendo y hago el examen diferido? Contemplo mi seductiva cama por dos o tres segundos mientras mis manos se aseguran de que llevo todo en mi pantalón —llaves, billetera, dinero,  teléfono—, busco una camiseta cualquiera del ropero y tratando de no caerme al bajar las gradas, me la pongo.

Para mi buena suerte, vivo a unos cuantos kilómetros de la universidad y es domingo a las siete de la mañana, lo cual significa casi nulo tráfico.

De reojo veo el asiento trasero del Geo; ahí va mi cuaderno y dos lapiceros. Entro al carro, lo enciendo, comienza a sonar So Far So Gone de James Blunt, salgo de él para abrir el garaje y descubrir que mi querido vecino ha dejado su carro atravesado frente a mi portón.

Por la mojazón, deduzco que estaba lavando su acera y que por ello me dejó su carro atravesado. Se tarda un mundo en llegar y durante todo ese largo recorrido, el señor mantiene esa sonrisa de disculpas. Ya está bastante mayor por lo que trato de mostrarle una sonrisa de “no tenga pena”.

Después de la danza de ambos carros, cierro mi portón y me dirijo a a universidad. Dos de dos semáforos en verde. Se tarda más el guardia del parqueo en cobrarme que lo que yo me tardo en parquear el carro y dirigirme al salón.

En la entrada del salón, el Ingeniero Guzmán y, corriendo hacia él, con la esperanza de que le deje entrar al parcial, el único de sus catorce alumnos al que no le cae bien. El único estudiante que no comparte ese sentido del humor que le funciona con todos los demás estudiantes de Programación II del grupo de los domingos a las seis y vente de la mañana. El único estudiante que a pesar de tener un empleo como el resto del grupo —y que por eso tuvo que tomar ese horario tan mierda—, no necesita convertirlo en el chiste y broma de cada domingo.

“Jonathan Díaz.” Me saluda con una sonrisa tan pero tan idiota.

“Ingeniero. Buenos días. Va a disculpar pero no me arrancaba el carro…” Me rasco la cabeza y adorno mi mentira con una cara de frustración. Por esos procesos fugaces que el cerebro hace, sé que lo que no tengo que demostrar es pena. Cualquier otra emoción menos pena, pues sino sabría que estoy mintiendo y poniendo excusas para mi llegada tarde.

“Mjmmm,” me mira de pies a cabeza por unos segundos mientras hace un puchero de incrédulo, quizá buscando alguna evidencia de mi mentira. Si le hubiera dicho de una llanta pinchada, tal vez anduviera sucias las manos. Pero no, le dije que no me arrancaba el carro, no necesariamente tuve que ensuciarme las manos para solucionarlo si es que lo solucioné. Pude haber venido en bus o en taxi. Me pudieron dar ray. “Bueno pues. Pase adelante”. Medio salón me ve al entrar. A ambos en realidad. Puedo ver claramente quiénes están copiando. “Vaya. Pero lo va a hacer solo.”

¡Mejor!

Desde la esquinita de mi ojo derecho veo a Carlos que ya está con alguien más, al menos es una chera. “Está bien, ingeniero.” Respondo con la cara más tranquila del mundo. Creo que mis cejas fingen un poquito, pero solo un poquito, de preocupación para que el ingeniero se sienta bien consigo mismo.

El ingeniero me indica que me siente en el pupitre que está más adelante, donde él se aseguraría que no copiara. Me siento y me entrega mi copia del examen. Pongo mi nombre en uno de los dos espacios en blanco asignados para ello. Completo el campo de fecha con quince de febrero de dos mil quince y luego el campo de carné de estudiante. Diez minutos después le estoy entregando el examen ya resuelto. Por mucho que trate ocultarlo, sonrío al estar frente a frente con el ingeniero. La victoria es mía.

Me pregunta dos veces y casi una tercera si lo revisé bien, mientras él mismo le da rápido vistazo. Le parece todo bien y me felicita. Por cortesía le pregunto si me puedo retirar o si habrá algo más de clase. Me indica que me retire.

A esperar a que salga Carlos. Una media hora… por lo menos.

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© Roberto Martínez, 2015